jueves, 18 de octubre de 2012

El sueño de Lupita



Lupita es una señora de 78 años, aunque ella le reste uno cuando la gente le pregunta su edad; es la cocinera y dueña de un comedor. 


De lunes a viernes, se levanta asustada, un poco antes de las 8 de la mañana, con la creencia de que ya es tarde. 


Tarde para descolgar el llavero de la cocina, ir a la cochera de su casa y meter la llave en el orificio del candado viejo y abrir el cancel negro.



En el garage, seis mesas de madera barnizada, quince sillas confortables y otro par de mesas con sillas en el patio trasero aguardan unas horas para ser limpiadas y vestidas de manteles naranja. 

La mujer, después vuelve al interior de la casa, entra al baño y toma una ducha. 



El menú del día lo hacen la señora y su hija, un día antes de la venta. Ellas suelen discutir mucho sobre el platillo que será servido por la tarde. La adulta mayor, por alguna razón opta con frecuencia: bistec de res, milanesa de pollo o cocido; en cambio, la otra le pide no repetir tanto las mismas preparaciones.



Al final, la hija cede a las instrucciones de la señora, va al mercado local y hace las compras. Cuando regresa a casa, la mujer mayor suele mencionar que olvidó encargar tal cosa, entonces sí es muy necesario el producto, lo adquiere en una tienda de autoservicio de la esquina sin haber más remedio.



En realidad, a la muchacha no le gusta el negocio de las comidas, porque su perfil es para oficina, sólo que al ver el rostro de Lupita y saber que su sueño era tener uno propio, pero de joven, se llenó de hijos y el esposo jamás la apoyó para cumplirlo, abandonarla sería ingratitud. 



Los sueños se cumplen tarde o temprano, los deseos y las situaciones suceden a su debido tiempo, decía la vecina Mica, antes de morir. Así fue la forma en que Lupita, casi a sus ocho décadas a cuestas, corta, pica verduras, guisa, carne, pollo o pescado durante 4 horas, para que a la una de la tarde, sus comensales disfruten un guisado casero acompañado de agua fresca de sabor. 



Luego de varias horas de estar parada, sus pies se le comienzan a hinchar, pero a ella no le importa, camina por el pasillo de las mesas con el rostro iluminado a preguntarles a los clientes si no les hace falta algo. Cuando llegan personas a comer, al mismo tiempo, los nervios y la prisa hacen que pierda la concentración.

A la microempresaria la apoya una chica que hace la limpieza del comedor, sirve los platillos, recoge los trastos de la mesa y ayuda a fregarlos. Lupita es quien cocina, fía a algunos de los clientes y lava ollas y cazuelas grandes para aminorar el trabajo de la ayudante.


A las 5 de la tarde, cierra el cancel negro de la cochera, desviste las mesas, va a la caja chica a contar el dinero que obtuvo del día. A veces las ventas son muy bajas, hay mucha competencia a su alrededor, mas la hija argumenta que el Comedor de Doña Lupita no tiene competencia, porque la comida que prepara no es comercial, los ingredientes que utiliza no son adquiridos en tiendas de autoservicios, a excepción de un producto olvidado y la bolsa de hielo; no abusa de los condimentos, no utiliza colorantes y saborizantes artificiales; consume el azúcar morena para preparar el agua fresca de frutas naturales: “Mamá, tu clientela es la gente que se cuida, la que sabe distinguir los sabores de una comida casera”. También hay días buenos. En esos, se persigna frente a San Judas Tadeo, le da las gracias y apaga la veladora que le enciende todas las mañanas.


Al terminar la jornada, prende la estufa de la cocina de su casa, pone agua a hervir en un recipiente; antes de la ebullición, apaga la flama, sirve el agua en una taza y prepara un nescafé, el cual se bebe mientras observa el televisor, y los pies los tiene más hinchados. 


Elsa I. Gonzalez Cardenas
Publicado en el Diario ed Colima 
el 18 de octubre de 2012
Manzanillo, Colima. 

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