En invierno me resisto a dormir en mi recámara cuando es más fría que la sala, a dejar de tomar café, ir los domingos a misa y olvidar al amor que ya partió. Rechazo que las primeras líneas de este texto nazcan en papel virtual, por eso intento escribir sobre el cuaderno de rayas con bolígrafo de tinta roja. Ojalá mi inconsciente no imite estilos, si lo hace, que sea de alguien que tiene gracia; si no logro nada, sólo será algo diferente.
Ocurre a veces que estás frente al papel o al monitor de la computadora dispuesto a crear palabras que pudieran resultar interesantes, surge la emoción por compartirlas, las ideas revolotean en el pensamiento, pero los lugares comunes, las muletillas, faltas de ortografía y mala redacción, están ausentes. La página queda virgen por horas, en espera que esculpan garabatos sobre él.
Hoy para mí es un día de ésos, martes de sequía cerebral. Para colmo, empieza a doler la cabeza. Pongo la palma de la mano en mi frente, trato de equilibrar las energías de mis dos hemisferios. Tengo frío. Voy por el suéter largo de siete botones, cubro mi pecho. Miro la hora en el reloj, a las 4 de la tarde debo tomar las pastillas que el médico recetó, “infección en la garganta”, diagnosticó. Soy delicada de los bronquios, aunque la semana pasada no importó, tomé coñac con hielo en plena desnudez de la luna.
Ayer fui a la Colima luego de llegar de Coquimatlán. El cielo estaba limpio a diferencia de Manzanillo, donde amaneció con un velo sucio; por supuesto que vi los volcanes, lucían hermosos.
En la avenida Madero le marqué por teléfono al amigo colimense para cuestionar sobre la ubicación del banco de logotipo rojo, él respondió: “Casi estoy seguro que en la avenida Felipe Sevilla del Río hay uno y parece que en el centro también”.
Para mí, parecer y creer es sinónimo de ignorancia. Decidí buscar la institución bancaria en el centro, no perdía nada, ya estaba ahí. Caminé hacia el jardín Núñez, por sorpresa algo llamó mi atención: un automóvil estacionado cerca de un hotel, quise distinguir el número de placas, pero la miopía y astigmatismo no lo permitieron.
A corta distancia quise ver el número de placas del carro que suponía era de mi examor, de todos modos no las recordaba y el adorno en retrovisor no era el que él tenía. Minutos después la cordura volvió. Reí por el impulso. Fue curioso, atrás de mí el banco de logotipo rojo estaba ahí. Entré al local, cambié el cheque que en días pasados perdí, al terminar salí. Caminé en busca de la Calzada Galván sin saber cuántas calles debía subir. Fue en la calle Emilio Carranza en la entrada de una casa, el rotulo decía “Bazar de antigüedades”.
Sin titubear me introduje. La recepción la dio el teléfono de metal con disco para marcar los números y cuerda de fibras de hilo; dos relojes cucús de madera sobre la pared de apenas treinta centímetros, la mujer del negocio comentó: “Es original, viene de Alemania, trae su instructivo, debe servir es cuestión de enviarlo a arreglar. Puedo hacerte una rebaja especial o apartarlo con anticipo”; en el muro del lado derecho se asomaron pinturas de escasez belleza, una consola, maleta de madera, abrigos de los años setenta; en el segundo cuarto habían utensilios de cocina en la mesa, cucharas, juegos de té, cafeteras de metal o barro, cubiertas de cerámica; al fondo el molino lleno de óxido y otros fierros que no distinguí; en la tercera división, la silla con respaldo textil y cuerpo de pino robaban gran parte del pequeño espacio, el espejo largo de marco de latón lucía bien y el último rincón del bazar dos cámaras polaroid, cajas artesanales, portarretratos, pero lo más valioso fue ver una máquina de escribir de los años cuarenta en su estuche de piel, teclado limpio y sobre el rodillo un pedazo de papel con el nombre de la dueña del negocio: “Ésta cuesta 3 mil pesos. Llévesela, mire que ya tiene tres posibles clientes”. Ganas no faltaban de comprarla, al contrario, lamenté no hacerlo antes de que fuera tarde. Salí del bazar más antigua de como entré. Le dije a la mujer que le mandaría a mi hermano filatélico y numismático.
Seguí el rumbo hasta encontrar las aceras que conectan la Calzada Galván para llegar a la Secretaría de Cultura. Arribé a la oficina. Esperé varios minutos la firma en mi reporte trimestral, no tuve éxito. En absoluto no me molesté porque para mí fue un día diferente hasta al anochecer.
Ocurre a veces que estás frente al papel o al monitor de la computadora dispuesto a crear palabras que pudieran resultar interesantes, surge la emoción por compartirlas, las ideas revolotean en el pensamiento, pero los lugares comunes, las muletillas, faltas de ortografía y mala redacción, están ausentes. La página queda virgen por horas, en espera que esculpan garabatos sobre él.
Hoy para mí es un día de ésos, martes de sequía cerebral. Para colmo, empieza a doler la cabeza. Pongo la palma de la mano en mi frente, trato de equilibrar las energías de mis dos hemisferios. Tengo frío. Voy por el suéter largo de siete botones, cubro mi pecho. Miro la hora en el reloj, a las 4 de la tarde debo tomar las pastillas que el médico recetó, “infección en la garganta”, diagnosticó. Soy delicada de los bronquios, aunque la semana pasada no importó, tomé coñac con hielo en plena desnudez de la luna.
Ayer fui a la Colima luego de llegar de Coquimatlán. El cielo estaba limpio a diferencia de Manzanillo, donde amaneció con un velo sucio; por supuesto que vi los volcanes, lucían hermosos.
En la avenida Madero le marqué por teléfono al amigo colimense para cuestionar sobre la ubicación del banco de logotipo rojo, él respondió: “Casi estoy seguro que en la avenida Felipe Sevilla del Río hay uno y parece que en el centro también”.
Para mí, parecer y creer es sinónimo de ignorancia. Decidí buscar la institución bancaria en el centro, no perdía nada, ya estaba ahí. Caminé hacia el jardín Núñez, por sorpresa algo llamó mi atención: un automóvil estacionado cerca de un hotel, quise distinguir el número de placas, pero la miopía y astigmatismo no lo permitieron.
A corta distancia quise ver el número de placas del carro que suponía era de mi examor, de todos modos no las recordaba y el adorno en retrovisor no era el que él tenía. Minutos después la cordura volvió. Reí por el impulso. Fue curioso, atrás de mí el banco de logotipo rojo estaba ahí. Entré al local, cambié el cheque que en días pasados perdí, al terminar salí. Caminé en busca de la Calzada Galván sin saber cuántas calles debía subir. Fue en la calle Emilio Carranza en la entrada de una casa, el rotulo decía “Bazar de antigüedades”.
Sin titubear me introduje. La recepción la dio el teléfono de metal con disco para marcar los números y cuerda de fibras de hilo; dos relojes cucús de madera sobre la pared de apenas treinta centímetros, la mujer del negocio comentó: “Es original, viene de Alemania, trae su instructivo, debe servir es cuestión de enviarlo a arreglar. Puedo hacerte una rebaja especial o apartarlo con anticipo”; en el muro del lado derecho se asomaron pinturas de escasez belleza, una consola, maleta de madera, abrigos de los años setenta; en el segundo cuarto habían utensilios de cocina en la mesa, cucharas, juegos de té, cafeteras de metal o barro, cubiertas de cerámica; al fondo el molino lleno de óxido y otros fierros que no distinguí; en la tercera división, la silla con respaldo textil y cuerpo de pino robaban gran parte del pequeño espacio, el espejo largo de marco de latón lucía bien y el último rincón del bazar dos cámaras polaroid, cajas artesanales, portarretratos, pero lo más valioso fue ver una máquina de escribir de los años cuarenta en su estuche de piel, teclado limpio y sobre el rodillo un pedazo de papel con el nombre de la dueña del negocio: “Ésta cuesta 3 mil pesos. Llévesela, mire que ya tiene tres posibles clientes”. Ganas no faltaban de comprarla, al contrario, lamenté no hacerlo antes de que fuera tarde. Salí del bazar más antigua de como entré. Le dije a la mujer que le mandaría a mi hermano filatélico y numismático.
Seguí el rumbo hasta encontrar las aceras que conectan la Calzada Galván para llegar a la Secretaría de Cultura. Arribé a la oficina. Esperé varios minutos la firma en mi reporte trimestral, no tuve éxito. En absoluto no me molesté porque para mí fue un día diferente hasta al anochecer.
Elsa I. González Cárdenas
Publicado en el Diario de Colima
03 de febrero de 2010
Manzanillo, Colima
No hay comentarios:
Publicar un comentario