La noche del sábado salí a la plaza comercial de Salagua a llevar un rollo de película de 35mm para que lo revelaran. La vestimenta que traía era sencilla: falda de mezclilla, blusa corta de flores oscuras y unas sandalias. Después de recoger las fotografías, Bella, mi amiga defeña, con su novio coreano me invitaron a cenar. Al llegar al restaurante la sorpresa fue ver a otro oriental en su mesa. El mesero que nos atendió intentó comunicarse con ellos: “¿Beer?”, después dio la media vuelta, momento en que le cuestioné: “¿Oiga, ya sabe lo que voy a comer porque no tomó mi orden?”. “Sí, los señores pidieron un kilo de arrachera, guacamole y queso fundido”. Ahí recordé la diferencia de culturas entre coreanos y mexicanos. Los comensales que se encontraban al lado volteaban a vernos quizá porque Henry, la pareja de mi amiga, comentó sobre la propiedad de la cebolla “bueno para el hombre, más fuerza”, dijo; “afrodisiaca”, afirmé. Bella, insistentemente llamaba por radio a Laura, una chica costeña, con el fin de que el amigo coreano la conociera. Al terminar de cenar nos dirigimos al bar. Al abordar el automóvil, la amiga y yo abrimos las puertas de la camioneta, mientras los asiáticos recién se habían montado a los asientos sin seguir las reglas de etiqueta en Mexico –abrir la puerta a una mujer al subirse al carro–. Llegamos a buena hora, tuvimos la suerte de tener una mesa para los cuatro, y la silla extra para la futura pareja del coreano. El nombre de Laura permaneció toda la noche. Yo sólo reía de las ansias que tenía el asiático por estar con la ausente. El local empezó a llenarse en pocas horas. En la mesa contigua había jóvenes californianos, ellos brindaron y una mujer posó para la cámara de chicos mexicanos; los belgas de treinta y tantos años entraron; un trío de mujeres cuarentonas que estaban en la barra pelaron los ojos al verlos; luego tres muchachos coreanos, compañeros de trabajo de quienes íbamos, se acercaron a nosotros para brindar, decían “salud”, luego de la quinta copa. La excompañera de universidad pasó dos veces frente a mí sin notar mi presencia; la vi coquetear con el músico de la banda, diez años menor que ella. “Do you like here?”, le cuestioné al asiático. “Yes, it´s the first time that i come”.
Todo el ambiente era una danza de cortejo. Las damas guapas, alivianadas, turistas nacionales y extranjeras, miraron sonrientes a sus posibles presas masculinas.
Todo el ambiente era una danza de cortejo. Las damas guapas, alivianadas, turistas nacionales y extranjeras, miraron sonrientes a sus posibles presas masculinas.
Ellos, con rostros seductores, bajaron la guardia hasta lograr conversar con la chica que les gustó. En la fila para ir al baño, las chicas hacían amistad con elogios del buen gusto de sus atuendos o accesorios de vestir. En broma, Bella y yo comentamos que debíamos buscar a nuestro Lauro al ver florecer tantos cuerpos varoniles, pero era imposible, nuestros acompañantes nunca nos dejaron solas. Las veces que suelo frecuentar el lugar no tenía el gusto de observar a la gente seducirse. Parecían canarios de cautiverio. El ave canta con insistencia para llamar la atención de la pájara, ésta se rehusaba o accede al galanteo. Parejas en sincronía o disparejas conversaban. Quizá el calor, las vacaciones de verano o la sangre de los costeños, es lo que hace las noches más sabrosas en Manzanillo.
Después de la una de la mañana nos retiramos del bar sin poder ver quién salió con quién. Lo único que sé es que Laura nunca llegó y el coreano no apaciguó las ganas de conocerla. Seguro al día siguiente tendría otra oportunidad.
Algunos negocios nocturnos fungen como prostíbulos sin tener ese giro, pero los clientes hacen del lugar el punto de reunión. Así pueden verse pasarelas de mujeres y hombres en busca de compañía, ésta por unas horas o quizá para darse un noviazgo. En el puerto existen muy pocos bares, pero suficientes para divertirse de acuerdo a la preferencia de los clientes: en Bar Antiguo, donde a determinada hora es difícil distinguir entre lo atrevido y la decencia. Asiste personal de la Armada, hombres maduros, y la música que ameniza es cumbia hasta reguetón. Los bares con estilo, jóvenes veinteañeros disfrutan la música electrónica, lucen sus mejores ropas, y el bar de los desalineados, donde el único fin es pasarla bien. Cuando se es joven todo es permitible y lo único prohibido es arrepentirse del por qué no hice tal cosa. Al final de cuentas, la vida es una crónica de verano.
Elsa I.González Cárdenas
Publicado en el Diario de Colima
el 15 de julio de 2010
Este texto pudiese tener cambios
a la publicación.
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