Marcos no tiene ganas de adornar el árbol de Navidad –apenas las ramas asoman diminutos focos de colores–. Cree que no es necesario buscar las esferas ni comprar heno si sólo faltan pocos días para el 25; aunque tuvo la intención de hacerlo, las ganas perecieron al surgir algunos contratiempos durante el día: disminuyeron el suministro de agua en la casa que renta, por desidia apenas fue ayer a pagar el adeudo para la reconexión y le prometieron que al día siguiente estaría fluyendo sin problema el líquido, pero no fue así. Habló por teléfono al encargado de la Comisión en tono de queja, éste contestó: “Hoy no puedo comprometerme a darle el servicio, lo que sí puedo hacer es que mañana tempranito esté listo”, y para colmo, en el trabajo, una empresa transportista no ha liberado la carga en la bodega del cliente porque según el servicio fue contratado en origen a ocurre y no a domicilio, como lo supuso.
“¿No vas a probar mi consomé de pollo?”, cuestiona la esposa. Marcos está más molesto que hambriento. Siente cómo la sangre fluye rápidamente por sus venas y la temperatura del cuerpo aumenta. “Ven a comer”.
Ya en el comedor prueba el caldo, está demasiado caliente. Deja el plato, va a la terraza de la casa. La vista es espectacular, frente a él los pelícanos flotan en el mar, los cerros viejos lucen contentos, verdes; las gaviotas vuelan muy alto en círculo y bajan veloces a pescar; una familia de norteamericanos hunden sus pies en la arena, otros busca en las rocas ostras y conchas, y a pocos centímetros de distancia cangrejos ermitaños cargan su caracol.
Marcos desearía que las personas con las que tiene inconvenientes tuvieran la oportunidad de estar frente al mar, olvidar por instantes la cotidianidad de sus vidas, llenarse de energías con la simplicidad del ave en libertad. Él conoce a profundidad que debe trabajar muchas horas del día para poder gozar la tranquilidad. A sus 55 años quisiera haber tenido la sabiduría y felicidad con la que hoy goza.
Una de las cosas que pueden rescatarse en el puerto es la ausencia de grandes tiendas departamentales, esto arroja como resultado para el consumidor, falta de marcas de renombre. Para tener acceso a ellas se tiene que emigrar a la ciudad de Colima, Guadalajara, pedirlas por encargo o en su caso consumir lo local. La mayoría de los porteños son personas sencillas, no suelen vestir ropas finas ni andar con calzado europeo, tampoco les gusta escuchar la orquesta sinfónica, ni ir al teatro, al cine a ver películas de arte, menos comer langosta y beber vinos.
A ellos les complace usar ropa de alguna marca comercial que esté en boga, comprar zapatillas altas con accesorios –en el caso de las mujeres– y algo cómodo con diseños deportivos o muy varoniles –en caso de los hombres–; bailar banda, rock, salsa o cumbia, asistir al cinema para ver Mi nombre es John Lenon, a la explanada del Pez Vela a contemplar algún espectáculo dominguero, comer taquitos, birria de chivo, pozole y carne asada con cerveza.
En el puerto la gente es feliz un fin de semana en familia, haciendo compras en los tianguis o plazas comerciales; viendo por largas horas el televisor, echándose una cascarita en el futbol, emborrachándose los días de quincena, teniendo hijos, comiendo mucho, pero mal; estudiando para conseguir un título universitario, apoyando campañas políticas de los amigos, criticando el mal estado de las calles, ejercitándose entre el olor a orines y marihuana en el Pasaje Espíritu Santo y el mercado de mariscos.
Más allá del folclore popular existen la clase media alta que poco convive con el costeño; los de clase alta suelen ser de otros estados de la República e incluso de otros países. Cada cual en su ambiente goza la vida en la costa. Comparten en espacios distintos con la misma luna naranja después del eclipse. Unos viajan en pancas o lanchas, otros en yates y avionetas privadas. En los restaurantes, por las noches los músicos tocan melodías mexicanas para los extranjeros, y algún caballero baila “Cucurrucucu paloma” con la actriz wollywoodense de los años cincuenta, y en la playa de Miramar puede apreciarse un velero forrado de foquitos de luces blancas. La Navidad se acerca, mañana es Nochebuena. Aunque las avenidas carezcan de adornos luminosos y los bolsillos estén vacíos, los corazones desbordan buenos deseos.
Marcos regresa al comedor, prueba la sopa –ahora tibia– y agradece en silencio el mejor regalo que puede recibir del Niño Dios: estar vivo en compañía de sus seres queridos y la cercanía de los que ya se fueron. Termina de comer, se levanta de la mesa, redacta una carta en su computadora y la envía por correo a las personas con las que tuvo los inconvenientes: “Feliz Navidad y un próspero Año Nuevo todos los días de su vida”.
Elsa I.González ´Cárdenas
Publicado en el Diario de Colima
23 de diciembre de 2010
Manzanillo, Colima, México