lunes, 30 de mayo de 2011

El Curandero De Chamula









En Yik café-cafetería trato de beber café frente a la plaza de San Cristóbal de las Casas. Rafael, un adolescente, pregunta si quiero que limpie mi calzado por 10 pesos. Antes de él se acercaron tres infantes indígenas para ofertar figuras pequeñas de barro: “Ande, cómpreme, traigo borrego, toro, rana, iguana y jaguar”. Los animales estaban lindos y los adquirí.


Rafael, el bolero, vivía en San Juan Chamula, ahora reside en San Cristóbal, a 10 kilómetros de distancia. Mientras daba brillo a mis zapatos tenía las ansias de aprender y conversar. Contó lo que un turista argumentó: “¡Cómo van a ser pobres en Chamula si ahí se siembra marihuana!”; cuestionó mi procedencia, oportunidad que aproveché para mostrarle el estado de Colima en el mapa de la República a través de la computadora, y me preguntó: “¿En Manzanillo hay mar? ¿Cómo se escuchan las olas?”. Lamenté no haber traído conmigo un caracol. “Cuando vayas a una tienda donde vendan caracoles, acércate uno al oído y escucharás el mar. Se oye el viento”. También le mostré fotografías de los cangrejos ermitaños que tengo en los archivos de la máquina y hablé sobre ellos.


Con el jabón de calabaza el calzado cambió de color al original. Rafael terminó su labor y se fue. Yo le grité a lo lejos: “¡Regresaré! Por aquí nos vemos pronto”.
En realidad, llegué al café con el estómago lleno. En Chamula comí y en el camino de la central de los colectivos de San Cristóbal hacia la plaza bebí pozol –del nahuatl pozolli–, es una bebida a base de cacao y maíz, de origen mesoamericano.
El tránsito para ir a Chamula tiene paisajes hermosos: cerros apenas verdes por la ausencia de lluvias, varias casas de adobe, madera, bloques y el cielo azul-gris con los rayos de sol ocultos en las nubes. Frente a la plazuela está el templo de San Juan Chamula, estilo colonial. Adentro de la iglesia hay personas hincadas, rezando, ellos son los curanderos tradicionales. Éstos hacen curaciones con hierbas verdes, veladoras, y los más diestros toman el pulso para sanar enfermedades o malas energías que podría cargar el cuerpo.


Salvador, el curandero mayor, quien quitaba la cera del piso se acercó a mí al momento de entrar al templo. Yo miraba el techo de la construcción. “Es una paloma”, pronunció. Nunca vi el ave, sólo trataba de distinguir si el material era carrizo o bambú. Lo místico hizo que sintiera mucha paz y mis chacras estuvieran abiertos, tal vez era la reacción a los más de cuarenta santos –Santa Martha, Lucía, Rosario Menor, San Sebastián, Pedro, Pablo, Tadeo, Divina Providencia, la Virgen María…–; dentro de la vitrina de cristal en cuyos cuellos cuelgan espejos para evitar que la gente tome fotografías, pues la creencia es que si lo hacen les roba su alma; los curanderos sobre el suelo, hojas aromatizantes, el fuego de las velas en hileras de cuatro, decenas de mesas de madera en los laterales y encima veladoras encendidas, una indígena con su hijo en rebozo sobre su espalda y en el centro una gallina muerta y otra viva en manos de la chamula.


Me senté entre el mosaico viejo y entre las hierbas aromáticas, las indígenas curiosas se rieron varias veces conmigo por el hecho. Estuve más de media hora disfrutando la contemplación de aquel lugar y sabía que debía partir, pero no quería. De pie fui con Salvador para agradecer la estancia; él se ofreció para limpiar mi cuerpo con veladora blanca, rezos en tsotlzil, pronunció Elsa e inició.

Tomó el pulso de mi mano derecha e izquierda. Cuestionó si era casada, al saber que no, vociferó que estoy vieja y necesito marido. No lo contradije, sólo escuché. Por las dudas, frente a Santa Rosario Menor, recé el Padre Nuestro varias veces e hice plegarias. Al poco tiempo las manos empezaron sudar. El curandero creyó que estaba nerviosa, justifiqué que era normal. Él miró mis manos: “Están bonitas, blancas, y las mías sucias”. El hombre de seis décadas, de tez morena, continuó en oración, tomando el pulso y después entrelazó mi mano izquierda y me propuso matrimonio: “¿Te quieres casar conmigo?”. Solté la risa no tan discreta: “No, gracias”. Pensé que él imaginó desesperación por atarme a un hombre o debía tratarse de una broma.



Empecé a sospechar cuando no dejó de voltear atrás en el intento de que no se dieran cuenta los demás mientras tocaba la mano. Así estuvo durante 20 minutos, firmé en la propuesta dicha más de tres veces. Le di la instrucción de parar, lo hizo; la limpia terminó. Agradecí en tzotzil “olabal” y partí.

Muchas cosas pueden pasar en menos de un día y más en Chiapas. Tomaré el café antes de que se enfríe o que lleguen otros vendedores de artesanías y textiles.



Elsa I. González Cárdenas
Publicado En El Diario de Colima
El 19 de mayo de 2011
Manzanillo, Colima,México

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