jueves, 1 de septiembre de 2011

Poco tiempo

A Ernesto Robles


La última vez que vi a Ernesto fue en el hospital del IMSSS, en Colima. Confieso que tenía cierto temor por verlo, pero tengo la idea de que las visitas pueden mejorar el ánimo del enfermo.



Cuando llegué al nosocomio, el vigilante de la entrada acomodaba con rapidez las credenciales de identificación –parecían dos juegos de dominó– que los visitantes le proporcionaban para poder acceder al área de los pacientes. Dejé la mía con la encomienda de relevar a la otra persona que estaría con mi excompañero de clases.




Entré a un cuarto colectivo donde varios convalecientes comparten espacio en un cajón grande de concreto. La cama número cuatro estaba vacía. Pensé que ya lo habían dado de alta porque la vecina de al lado afirmó: “Al joven se lo acaban de llevar en silla de ruedas; córrale, puede que lo alcance”.



Inquieta hice lo que indicó la señora. Antes de dejar el inmueble me dirigí con el vigilante para decirle que debería tener más control sobre las salidas de los pacientes. Fuera del hospital sentí un alivio enorme.






Confiaba que Ernesto mejoraría pronto. Tomé un taxi para dirigirme a una cafetería del andador Constitución. Minutos más tarde recibí una llamada telefónica de una amiga para decir que Neto seguía de interno en el Seguro Social, y que si no logré verlo era porque lo habían llevado al baño a tomar una ducha.



Estaba feliz de poder visitarlo y, al mismo tiempo, nerviosa. Arribé y volví a dejar la tarjeta de idenfificación con el vigilante. En el hospital supe que a mi compañero lo tenían en un cuarto aislado. Así que la primera vez que lo busqué me había equivocado, aunque de todos modos no lograría verlo. Antes de entrar a la habitación debía usar un cubrebocas y adentro una bata verde que nunca logré amarrar en mi espalda .



Hay instantes en la vida en que uno no sabe qué palabras precisas decir, ése fue uno de los míos. Lo único que hice fue saludarlo como si todo continuara igual. Él, al verme, se percibía contento, sus ojos tristes brillaron y no paró de agradecer la visita. Neto siempre fue un joven delgado, pero esa vez pesaba menos de 40 kilogramos. Entre él y yo existía el cariño que se le tiene a un chico con el que convives en toda la carrera universitaria. Era un hombre inteligente, dedicado al estudio, solía hacer bromas fuertes en el salón de clases, las mujeres lo apreciabamos mucho por ser tan ocurrente. Al terminar los estudios creo que no fue a la fiesta de graduación porque no salió en ninguna fotografía. A las reuniones de la generación tampoco solía ir. Le gustaba vivir en soledad.




Fue uno de los primeros compañeros que consiguió trabajo en la misma agencia aduanal donde realizó sus prácticas profesionales. 11 años laboró ahí. Fue jefe de tráfico. Después dejó la compañía. Cuando platiqué con él respecto a la vida laboral en las agencias aduanales argumentó que le encantaba hacer trámites portuarios, sin embargo, demasiado trabajo y responsabilidad por un sueldo poco considerable no valía la pena sacrificar toda tu vida para hacer rico a un empresario foreño que aprecia tu trabajo de acuerdo a lo que logre conseguir de ti.


Me dio gusto saber que Ernesto había comprendido valorar la vida. Él estaba en un proceso de búsqueda interna. Supongo que en ese trance evolutivo de autoconquista lo hizo caer en estado depresivo, quiza por eso, entre otras cosas, dejó de alimentarse bien. Anemia y pulmonía fue el diagnóstico médico.


Ernesto y yo recordamos las anéctodas de estudiantes, de los planes de salir juntos a caminar a la playa, convivir más con su la familia y amigos, ir a desayunar unos deliciosos chilaquiles, el deseo de haber querido ser periodista y le propuse dar clases. A todo dijo que sí, hasta cuestionó cuándo haríamos la próxima fiesta de la generación. Argumenté que no había fecha, pero debía ser este año.



Poco tiempo estuve con Neto y su hermana, quien lo cuidaba, una hora, quizá. Al despedirme quise darle un abrazo fuerte sin lastimarlo. Recargué mi pecho sobre el suyo postrado en la cama, le di un beso en la mejilla y dije: “Hasta pronto”.


En los 3 días siguientes lo dieron de alta del nosocomio. 15 días después fue trasladado en una ambulancia a la capital. En el camino tuvo un infarto respiratorio. Ernesto no resistió, murió. El día de su funeral estuve a un paso de ser atropellada en una calle de tres carriles, no sucedió porque escuché una voz que hizo reaccionara para no cruzar.




Estoy segura que era la de él. Ahora sé que ausentes están más cerca del corazón de los vivos.


Elsa I.Gonzalez Cardenas
Publicado en el Diario de Colima
El 01 de septiembre de 2011


Este texto pudiera tener modificaciones.
Manzanillo, Colima, Mexico

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