jueves, 13 de enero de 2011

Viejos amores

A Ildefonso Nuñez Luna



Se escucha música de fondo: “Tú/ como piedra preciosa,/ como divina joya,/ valiosa de verdad,/ si mis ojos no me mienten,/ si mis ojos no me engañan,/ tu belleza es sin igual./ Tuve una vez la ilusión,/ de tener un amor,/ que me hiciera valer,/ luego que te vi mujer/ yo te pude querer,/ con toditita mi alma”.

Me enteré de la muerte del señor Núñez 15 días después de su fallecimiento. Fermín fue la persona que dio la noticia, la dijo como si hubiera muerto un bicho. Pereció en diciembre, antes de Navidad. Curiosamente en vísperas de la Navidad empecé a soñar a un fantasma, como desconocía quién era o por qué perturbaba mi descanso, lo corrí. Ahora deduzco o posiblemente invento que él quería despedirse.

El señor Núñez trabajaba en una agencia aduanal desde hace muchos años, su oficina colinda a unas calles de donde vivo. Lo conocí cuando tuvimos relación laboral, aunque en realidad, ahora recuerdo, no fue por eso, sino por andar de curiosa; sí, le hice el favor de programar unos pagos vía electrónica porque la compañera de trabajo que se supone debía de ayudarle, lo ignoró por completo. De ahí surgió la amistad.

Cada vez que me veía pasar decía: “Imelda, ¿cómo estás?”. Le contestaba: “Ildefonso, hola, muy bien, gracias”. Tal vez no tenga nada de raro responder el saludo ni llamarnos por nuestros nombres, pero para él y para mí sí, porque ambos apelativos nunca nos han gustado a ninguno de los dos.

Ildefonso, un hombre de setentero, solía siempre salir en compañía de Rafaela, una mujer agradable, de porte sencillo, carácter fuerte, aunque con él un poco sumisa, complexión delgada y belleza oculta. Cuando nos topábamos por la calle, ella estaba presente. Al principio el señor Núñez incomodaba al decir: “Imelda, ¡qué bonita estás! ¿Verdad que sí, Rafaela?”. Con el tiempo tuve que acostumbrar a mi oído a escuchar sus comentarios: “Imelda, estás más flaca, ¿qué te pasó? Seguro estás enamorada”.

Cierta vez lo vi caminar solo por la calle, lo saludé; él sin pensar dijo: “Imelda, qué bonita estás, me gustas”, en seguida se dio cuenta de lo que había dicho y cortó pronto la conversación con una despedida. Por supuesto no estaba ofendida, al contrario, sentí ternura al saber que mi presencia pudo despertar en él emociones. Claro que no tengo inclinación por enamorarme de los adultos mayores, más bien fue halagador hacerlo sentir vivo. No olvidemos que los viejos fueron jóvenes que amaron, tuvieron arrebatos carnales, rompieron o les quebraron el corazón; algunos eligieron compartir su vida y otros prefirieron estar en soledad. Si nos sentáramos a platicar con ellos, seguro escucharíamos extraordinarias historias de amor.

El escritor Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura, cuenta en su novela Memoria de mis putas tristes, la historia de un longevo periodista que, al cumplir 90años, decide celebrar su aniversario con una niña virgen de 14 años. Para obtenerla recurre a su antigua conocida, dueña de un prostíbulo que frecuentó durante muchos años. La novela aborda el amor de un viejo a cierta edad, el vigor se agota. Sin embargo, queda la emoción en el corazón. En ese momento, el anciano busca tener una relación, y al hacerlo se da cuenta de que el amor no pasa, como muchos hombres creen, únicamente por el coito, sino que puede darse también a través de la caricia, la contemplación y el silencio.

En la vejez del hombre las ilusiones tienen mayor lucidez. Lo sé porque he visto los ojos del anciano brillar cuando pasa la mujer frente a él, la felicidad de Guillermo al rozar su mano en la pierna de la dama, y a la anciana que interrumpe su rosario para responder el saludo del joven apuesto.

Ildefonso nunca perdió el gusto por contemplar a la mujer, le bastaba sólo decir mi nombre: “Imelda”, y saludar para sonreír; en cambio yo, perdí al admirador más grande de mi vida.



Elsa I.González Cárdenas
Publicada en el Diario de Colima
el 13 de enero de 2010

No hay comentarios:

Publicar un comentario