jueves, 2 de febrero de 2012

Sudamericano

EN Chiapas, es común ver los puestos móviles donde los militares aguardan para realizar retenes a los automovilistas que transitan por carretera.



Un día que viajaba por autobús de San Cristóbal de las Casas hacia la Ciudad de México, el conductor se detuvo tres ocasiones por instrucciones de autoridades federales que nos encontramos durante el viaje; el motivo fue “revisión de pasajeros y camión”. En el segundo retén, los policías interrogaron con acoso a dos señores de rasgos sudamericanos. Les pidieron sus identificaciones, después de varios minutos se marcharon. En el tercero, quitaron una parte del cascaron del techo con taladros de baterías. Cerca de una hora esperamos para que no encontraran nada.
El domingo pasado, un joven de veintitantos años estaba afuera de mi casa. Gritaba buenas tardes a través del cancel de la cochera. Por su aspecto, lo prejuzgué: es un vago alcohólico que viene de la playa a pedir comida.
En la colonia donde vivo, contigua al puerto interior, suelen visitarnos a los hogares, algunas veces, familias, hombres y mujeres empapados de agua de mar para pedir comida.
El chico estaba semidesnudo, apenas unos calzoncillos sucios cubrían su cuerpo; por sus pantorrillas corría sangre de una raspada en ambas piernas; tenía el tono de voz lento; lo noté ebrio. Él quería saber si podía obsequiarle ropa, un pantalón o unos bóxer. La respuesta que le di fue: “Aquí viven puras mujeres”, seguida de un argumento: “Le puedo obsequiar playeras, pero mientras barre la casa abandonada de enfrente”. Aceptó con buen ánimo la propuesta. Le saqué la escoba de varas y se puso a juntar las hojas de olivo, almendro y tabachín caídas al suelo.
El hombre limpiaba la acera de un modo extraño. La escoba y él estaban inclinados en un ángulo de casi 45 grados. Pareciera que en lugar de arrastrar tierra y vegetales fuera agua.
Corrí a la recámara del cuarto, me asomé al closet de mi padre, tomé de ahí unos jeans de mezclilla, una camisa sport desgastada, un bañador con trusa –que dejó de usar hace tiempo– y unos bóxers seminuevos.
La vestimenta se la dejé en la banqueta, dentro de una bolsa de plástico, acompañada de un recipiente térmico con cebiche de pescado y unas cuantas tostadas. El muchacho hacía su labor y repetía al verme: “Usted dispense”. Cuando él estaba a punto de concluir de hacer limpieza, dos patrullas de policías municipales arribaron y frenaron con rapidez. Sin descender, cuestionaron al chico: “¿De dónde vienes?”. Éste respondió: “De Chiapas”; ellos continuaron: “¿Y tu ropa?”; “ahí” –dijo y señaló la bolsa”. Le ordenaron: “Vístete y vete”; “sí”, argumentó.
Esa conversación apenas la escuché y abrí la ventana de la puerta. Vi al joven poniéndose el pantalón de mezclilla cuyo talle le quedaba a la perfección, en cambio, el largo debía tener un corte o unos dobladillos.
En voz baja indagué inquieta: “¿Te van a deportar?”. El sudamericano habló con la tranquilidad de un niño: “Todo está bien. No me van a regresar”.
Para disimular un poco la complicidad entre ambos, fijé los ojos directamente al rostro de un policía que seguía dentro del vehículo, ya que unos segundos antes preguntó si el joven me estaba molestando.
Inicié un diálogo en tono de reclamo: “Qué bueno que vino, porque aquí los policías nunca vienen en patrullas o a pie a hacer rondines, ni en el día ni por las noches. Antes lo hacían.

Al fondo de esta acera, allá en la esquina, la gente de fuera viene a drogarse”. El señor uniformado, de voz autoritaria, afirmaba que sí vigilan la colonia y también pidió comprensión, pues sólo cuentan con dos patrullas para cuidar la seguridad de los habitantes de la zona centro hasta Tapeixtles.
El sudamericano nos escuchaba hablar mientras se vestía. Lo dejé de ver luego que cubrió su pecho con la playera sport. “Nos vemos mañana”, vociferó. Respondí: “Ándale, que te vaya bien”. No supe más de él. Lo único que pude percibir era a un joven necesitado, de origen peruano –según confesó al principio–, y migración lo quería deportar, razón por la que deseaba ropa para camuflaje de sus carencias.
Las dudas que pudieron nacer para valorar si podía ofrecerle ayuda o no, confirmaron mi filosofía: si uno puede saciar el hambre o el frío de un ser, aunque sea por un día, adelante, uno no sabe qué suerte nos pueda tocar.



Elsa I. González Cárdenas
Publicado en El Diario de Colima
El 02 de febrero de 2011
Manzanillo, Colima, México

Nota: Este artículo pudo sufrir alguna modificación
a la versión original.

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