domingo, 15 de diciembre de 2013

El negocio por encima del cliente

“Para que sea negocio, se debe de buscar la forma en que lo ofertado te resulte más barato, si no, no es negocio”. Esa fue la respuesta que dio un microempresario a Dani, cuando le comentó que la telera que proporcionaban en el restaurante donde comían tenía menor costo que un bolillo de panadería. Al escucharla, se puso pensativa por unos segundos; después, echó a volar su imaginación con esa filosofía. Recordó el precio de un platillo de comida a la carta, se trasladó a los lugares donde ha comido, cuyos menús oscilan en más de 120 pesos; vio a un panadero vendiendo en triciclo o moto, a hombres con mandil de pecho y cintura, llenos de harina en las manos; y por una razón descabellada, la imagen de los agricultores y ganadores permaneció en su mente, sembrando semillas modificadas, o dándole alimentos de engorda a las vacas para acelerar su crecimiento.

El tiempo de crecimiento de un pollo de granja, listo para ir al matadero e ideal para comer, es a los 6 meses de haberlo criado; en cambio, el pollo que solemos comprar en el mercado es de 2 meses. El alimento que suelen darles a los animales de engorda tiene el nombre de “ponedora”. ¿Qué ingredientes contiene?, aún no lo sabe, pero a corto plazo, por salud propia y colectiva, los investigará.

Sus pensamientos la hicieron regresar a la mesa del restaurante, sin comentar nada, no quiso discrepar.

Apenas habían pasado unos cuantos días cuando un cliente que se ejercita en el gimnasio donde ella trabaja le platica que fue al otro gimnasio –el recién aperturado–, cuyo dueño argumentó contar con tarifas más elevadas en comparación a otros, justificando que ellos sí saben cómo hacer las cosas.

Ahí todo parecía normal, el comentario era válido, considerado, suelen ser competencia, sin embargo, lo peor vino después. No porque criticara al equipo laboral del gimnasio, más bien por abrir la boca de más, vociferar en plan pretencioso, con una mala estrategia para conseguir más miembros.

El cliente cuestionó si fulanito, quien es fisiculturista –y familiar– se inyectaba algo para lucir el cuerpo que tiene. La respuesta fue un sí. También dijo que con él podría conseguir todos los productos deseados, “todo los que te puedas imaginar”.

Al escuchar el cometario, Dani se rió, en seguida salió a flote su voz digna: “Es verdad, no conozco mucho del negocio, no tenemos la experiencia de él. Sabemos que es un negocio, pero considero que ninguno ni alguna profesión debe pasar por alto la salud de los clientes, por eso es importante leer los ingredientes de todo lo que consumamos”.

Recordó las palabras de la entrenadora que practicaba la halterofilia o levantamiento de pesas, representante del estado de Colima: “Miren, tengan cuidado con lo que se meten al cuerpo, no vale la pena estar de tal forma si no es al natural. Estoy hablando de sustancias, no de proteínas. Ustedes, a simple vista, pueden darse cuenta cuando un cuerpo es natural o no. En las competencias nacionales de fisiculturistas no hay ambulancias ni paramédicos, cosa que debería de haber por si un participante se desmaya o le pasa algo. Ha sucedido que después de la competencia, ganan, y al día siguiente, muerte fulminante.

“Ahora los organizadores, en cuanto ven a chicos que se inyectan, de inmediato los bajan del estrado o tal vez los dejen, pero no van a ganar, no pueden arriesgarse. Ah, también les digo que el médico que les dará el curso teórico, lo escuché decir ante un grupo, que si alguien se atreve a decirle en dónde compra tal producto con sustancias prohibidas, con una demanda se cierra el negocio, pero hasta ahora no hay nadie que se anime a decirlo”.

Dani probó los camarones a la diabla que había pedido para comer. Los crustáceos bañados en salsa roja eran un atentado a la receta: demasiada salsa catsup. Lo mejor que pudo hacer fue disfrutarlos en compañía de un cielo lluvioso y con su amigo, el microempresario.



Elsa I. Gonzalez Cardenas
Publicado en el Diario de Colima
El 14 de noviembre de 2013
Manzanillo, Colima, Mexico

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